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¿Cómo fueron últimos días de Roger Federer en una cancha de tenis?
El retiro de Roger Federer- Lecturas

El 23 de septiembre de 2022 fue el final de la carrera de Federer. Jugó un partido al lado de Nadal.

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Getty Images

¿Cómo fueron últimos días de Roger Federer en una cancha de tenis?

El 23 de septiembre de 2022 fue el final de la carrera de Federer. Jugó un partido al lado de Nadal.
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El retiro de ‘su majestad’ fue el detonante para que Geoff Dyer escribiera un nuevo ensayo.

Dejé de beber gracias al tenis. Es un poco más complejo, en realidad, pero digamos que este deporte tuvo mucho que ver: comencé a jugarlo cuando era apenas un niño en mi natal Manizales, a principios de los años noventa, con una disciplina que a veces me agobiaba. Nunca fui particularmente bueno, pero, más allá de esas minucias, el tenis me acompañó durante gran parte de mi infancia y juventud temprana. Recuerdo los fines de semana que pasábamos entre las canchas emulando a nuestros ídolos de entonces: Pete Sampras, Jim Courier, Goran Ivanisevic y, por supuesto, Andre Agassi.

(Además: Jon Fosse: el maestro del silencio dramatúrgico que recibe el Nobel)

El famoso Kid de Las Vegas era para mí –y para la gran mayoría de mis compañeros de juego– la estrella más rutilante de ese universo tenístico. Su figura rebelde, la larga melena que luego resultó falsa, sus candongas y la pantaloneta de jean representaban todo lo que queríamos ser. (Muchos años después, cuando leí emocionado su biografía Open, me sorprendió enterarme de que Andre siempre odió el tenis y lo jugó obligado por un padre tiránico).

Luego llegó la adolescencia. Y el aguardiente. Empezamos a descubrir el mundo de la mano del trago y el tenis fue quedándose atrás. Guardé la raqueta. Dejé de jugar. Lo único que me quedó fue el gusto por ver los grand slams gracias a la figura de un jovencito suizo cuya carrera empezó a despuntar a comienzos del nuevo siglo, cuando en el torneo de Wimbledon de 2001 eliminó en octavos de final a Pete Sampras en el que sería, a la postre, el único enfrentamiento entre los dos. Era Roger Federer. Durante poco más de dos décadas, el suizo fue una de las pocas cosas que me mantuvieron atado al mundo del tenis (la otra, por supuesto, fue Nadal) y la razón principal para seguir prendiendo el televisor con la ilusión de verlo jugar. Pasaron muchas cosas durante esos veinte años –empecé a trabajar, viví por fuera, me casé, tuve un hijo– pero nunca le perdí la pista. Roger era la expresión máxima de belleza en un deporte que es bello en sí mismo. Lo más cercano a la perfección del juego.

Riger Federer en Wimbleon.

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Por eso, el anuncio de que la Laver Cup de 2022 sería su último torneo como profesional cayó como un bombazo. “Algo en mí se hundió”, pensamos todos los amantes del tenis, evocando las palabras de John McEnroe luego de esa mítica final de Wimbledon contra Björn Borg, en 1980, cuando se vio perdido en el quinto set; fue un partido irrepetible y fue el material para el filme de 2017: Björn-McEnroe.
En la Laver Cup no le fue muy bien al suizo y perdió su último partido de dobles contra la pareja de Jack Sock y Frances Tiafoe, pero para la historia quedó esa fotografía en la que toma la mano de Nadal, su amigo y archirrival, mientras los dos lloran. La manera más bella de terminar su carrera.

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Random House acaba de editar en español un libro del escritor inglés Geoff Dyer que tiene un título difícil de obviar: Los últimos días de Roger Federer. Una breve mirada a la contratapa me bastó para convencerme de comprarlo. “¿Qué ocurre con los grandes artistas y atletas cuando llegan a la vejez?”, decía la primera frase de esa solapa.
El libro no es particularmente apasionante –se pierde en digresiones inconexas, para mi gusto–, pero tiene buenas reflexiones sobre el tenis. Dyer habla de Federer, de cómo la belleza de su juego nos encandiló a todos en algún momento, y de su declive y milagroso resurgimiento en 2017, cuando regresó de varias lesiones para ganar el Abierto de Australia, Indian Wells, Miami y su octavo y último Wimbledon.

“El verdadero triunfo estuvo más allá de las estadísticas y los cálculos –escribe–. Había vuelto a demostrar que la forma más eficiente de jugar al tenis era también la más hermosa, y viceversa. La estética y la victoria podían ir de la mano”.

Los últimos días de Roger Federer. Geoff Dyer.
Random House (352 págs.)

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De todo, sin embargo, me quedó sonando una frase sobre un tema que ya había pensado más de una vez desde que regresé a jugar tenis con la misma constancia de antes y ese nivel precario que jamás me ha abandonado: “A menudo se dice que, al final, en el tenis solo importa un punto: el último”, escribe Dyer. Y aunque se refiere al “punto de partido”, me parece que, si aplicamos esa lógica al último punto jugado, la cuestión es más bien al contrario: en tenis, ese último punto ya no importa más.

El punto más importante es en realidad el que está por jugarse por la sencilla razón de que en este deporte –así como en la vida– todo vuelve a empezar cuando se acaba la última bola. Para decirlo de otro modo: el último punto no necesariamente es el final. Y el que viene representa siempre una nueva oportunidad. Eso lo sabe bien Roger, que a lo largo de su carrera ganó partidos que creyó perdidos, pero también cayó derrotado en otros en los que tuvo la victoria a solo un golpe, por ejemplo, nos recuerda Dyer, aquella final de Wimbledon en 2019 cuando tuvo dos puntos de campeonato contra Novak Djokovic en el quinto set y al final acabó perdiendo.

También es cierto que en el tenis, como en la vida, se pierde más de lo que se gana.

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Al contrario de lo que sucede con el boxeo, el tenis no es un deporte sobre el que se haya escrito demasiado. Quien trató de abordarlo con más interés desde la literatura fue David Foster Wallace, que escribió varios libros al respecto y un ensayo memorable sobre la final de Wimbledon de 2007 entre Roger y Nadal –que ganó Federer– y que fue el preámbulo del partido de partidos de la final de 2008.

Existen algunas novelas –La única historia, de Julian Barnes, o Los tenistas, de Lars Gustafsson–, pero es cierto que escribir sobre tenis no solo resulta complejo, sino que sigue siendo un deporte que se asocia más a la élite que a la pasión popular. De ahí que no despierte tanto fervor como otros. Como sea, una buena aproximación reciente es El regreso de Carrie Soto, de la escritora estadounidense Taylor Jenkins Reid, que narra la historia de la mayor ganadora de grand slams quien, luego de su retiro, ve amenazado su récord por una joven tenista que no tardará en sobrepasarla. Herida en su orgullo, decide volver al circuito para intentar evitarlo. Una novela ágil que aborda, entre otros temas, el deseo enfermizo de ganar que consume a la sociedad moderna, lo difícil que les resulta a las mujeres sobresalir y la compleja tarea de aceptar que no somos los mismos con los años.

Hay, también, varias biografías –la de Nadal escrita por el británico John Carlin (autor de El factor humano) o la de Federer por Christopher Clarey, que cubrió la fuente de tenis durante tres décadas para el New York Times–, pero, de todas, la mejor sigue siendo Open, de Andre Agassi, escrita en colaboración con el ganador del Pulitzer J. R. Moeringher. Una muestra magistral de periodismo literario en el que Agassi recuerda con claridad la primera vez que Federer lo venció: “Me acerco a la red convencido de que he perdido contra el que ha sido el mejor, contra el Everest de la siguiente generación. Me dan pena los jugadores jóvenes que tengan que competir contra él. Lo siento por el hombre que va a representar el papel de Agassi contra su Sampras. Aunque no menciono a Pete por su nombre, lo tengo sobre todo a él en mente cuando declaro ante la prensa que es muy fácil: casi todo el mundo tiene puntos débiles; Federer, no”.

Y resulta sorprendente que no haya todavía ninguna biografía en profundidad de Novak Djokovic, que luego de ganar el US Open hace solo unas semanas, se convirtió en el tenista con más títulos de grand slam, junto a Margaret Court (una tenista hoy bastante discutida por sus posiciones homófobas y racistas).

La historia del serbio, con dos ‘grandes’ más que Nadal y cuatro más que Federer, tiene todos los elementos de una buena novela: una infancia en la pobreza en medio de un país azotado por la guerra de los Balcanes en los años noventa, donde un pequeño que soñaba con ser tenista se refugiaba de los bombardeos en la casa de su abuelo. Ninguno en su familia, antes de él, había empuñado una raqueta.

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En Los últimos días de Roger Federer, Dyer afirma que “con el paulatino ocaso de Roger, el reinado de la belleza está llegando a su fin”. Está claro que, cuando escribió esas páginas, aún no había visto jugar a Carlos Alcaraz.

Mientras Roger se acercaba al final de su carrera, yo seguía bebiendo. Llevaba muchísimos años sin coger una raqueta –décadas sin hacer ningún tipo de deporte– hasta que una tarde, mientras compartía con mi hijo en un parque cercano a la casa que fue de mis suegros, se me acercó un hombre en sudadera y me dijo que en una cancha cercana daban clases. La idea me quedó sonando. Le propuse a mi hijo que asistiera y alcanzamos a llevarlo a varias antes de que la pasión por el fútbol acabara reclamándolo. Pero a mí me entusiasmó la posibilidad de volver a jugar. Ya no tenía raqueta, ni menos ropa deportiva. Así que compré lo básico y programé una clase.
Desde entonces han pasado más de tres años. No dejé de beber de inmediato, pero empecé a entusiasmarme cada vez más con el tenis: compré ropa, una raqueta mejor, zapatos especiales. Conocí un grupo de gente con la que ahora juego. Me metí a torneos. Y luego la vida misma me fue mostrando que tomar trago había perdido su encanto. Que yo ya no era el mismo. Pasaron otras cosas, claro, pero hace ya varios meses abandoné el alcohol por completo. Y no me arrepiento un solo segundo. Pienso ahora que, como en el tenis, lo importante en la vida no es el punto que ya pasó: eso quedó atrás.

Roger Federer nació en Suiza en 1981.

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EFE

El que importa de verdad es el que viene.

MARTÍN FRANCO VÉLEZ

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