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¿Qué piensa Margaret Atwood sobre Barbie, Playboy, La bella y la bestia y la Belleza?
Barbie

'Barbie', película dirigida por Greta Gerwig.

Foto:

Warner Bros. Pictures

¿Qué piensa Margaret Atwood sobre Barbie, Playboy, La bella y la bestia y la Belleza?

'Barbie', película dirigida por Greta Gerwig.

Este es uno de los textos de Cuestiones candentes, su reciente recopilación de artículos y ensayos.

No hace falta que una niña sea muy mayor para que empiece a enredarse con la belleza: la idea en sí (“¡qué guapa eres!”), los fascinantes adminículos inherentes a ella (“mira, esa eres tú en el espejo”), incluso sus tentadores tabúes (“ese es el pintalabios de mamá, no se toca”). Para las niñas, la belleza tiene algo mágico. Es rosa. Brilla. Resplandece. Incluso puedes ponértela: muchas niñas de cinco años, cuando les regalan su primer vestido de bailarina o de princesa de cuento, se niegan a quitárselo.

Pero la belleza también tiene cosas raras, y las niñas se dan cuenta enseguida. En el cuento de la lechera y el gentilhombre, este hace un comentario sobre el agradable aspecto de la muchacha y, a continuación, le pregunta por su situación económica. “Mi cara es mi fortuna”, responde ella. “Entonces no puedo casarme contigo”, dice él.

“Nadie te lo había pedido”, replica ella, poniéndolo en su lugar. A pesar de ello, las niñas no pueden dejar de hacerse ciertas preguntas: ¿qué significa que su cara es su fortuna? ¿Acaso puede quitársela y venderla? En tal caso, ¿qué será lo que quede debajo?

En mi infancia la idea de quitarse la cara era coherente con ese dicho de “bellezas hay muy estimadas que por dentro no valen nada”, que algunos adultos citaban a modo de paliativo cuando otra niña aparecía con un vestido de fiesta más bonito que el tuyo. La moraleja era que un alma hermosa era más digna de admiración que una fachada bonita, como en La bella y la bestia, donde la bestia se gana el amor de la muchacha a base de conversación, sentimentalidad y un palacio impresionante. Sin embargo, las chicas nos dábamos cuenta de que esa combinación solo les funcionaba a los varones: al fin y al cabo, el cuento no se llamaba La chica desgraciadamente feúcha, aunque rica y simpática, y la bestia.

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Lo de la superioridad de la belleza interior tampoco nos consolaba a las que éramos princesas de segunda. ¿Y qué si la belleza solo era superficial? No por eso la despreciábamos. Al contrario: lo que queríamos era ser hermosas para que fueran las otras las que nos envidiasen a nosotras, y no al revés. Aparte de eso, era obvio que si no querías acabar como una sucia esclava encadenada a la cocina, sino convertirte en una de esas mujeres fascinantes que acaparan todas las miradas, hacía falta una madrina sobrenatural y un vestido matador. La magia y la moda eran factores decisivos e iban del brazo.
Ah, y no olvidemos los zapatos. Los zapatos eran muy importantes.

Cuando se trataba de una diosa, la muchacha podía acabar siendo el premio de un concurso de belleza

En los cuentos también aparecían otros personajes femeninos –brujas malvadas, falsas novias, hermanas perversas– y todos eran feos; o al menos –en el caso de las maléfica madrastra de Blancanieves– no tan radiantes como la heroína. ¿Alguna vez nos hemos detenido a pensar en su punto de vista, en lo humilladas que debían sentirse ante la insultante hermosura de la protagonista? Muchas son las Barbies que han terminado desfiguradas a lo largo de los años, y las buhardillas están llenas de muñecas desmembradas, sin pelo y tatuadas con rotulador. ¿Será que sus antiguas dueñas temían no estar a la altura de Cenicienta y, en un acto ritual de magia simpática a la inversa, se desquitaban con las muñecas? ¿Podrían haber recuperado la autoestima esas chicas con un curso de maquillaje de fin de semana, una sesión con una asesora de moda y una buena manicura? Puede que sí. O puede que no.

Las lectoras infantiles aprendíamos que lo bueno de la belleza es que, con su ayuda, una puede medrar en la vida. Sin embargo, conforme crecíamos y nos familiarizábamos con la mitología griega, quedaba claro que la belleza también era una vertiente negativa: cuando una era demasiado hermosa, atraía la atención no solicitada de los dioses, que eran sádicos e indisciplinados. Cuando el dios era varón, perseguía a la muchacha y acababa secuestrándola y llevándola al inframundo, como a Perséfone, o violándola, como hizo Zeus con Leda (que además tuvo que poner un huevo) haciéndose pasar por cisne. Para no correr esa suerte, la muchacha tenía que transformarse en árbol o en río. Y una no quiere tener que pasar por todo eso cada vez que queda con alguien un sábado por la noche.

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Cuando se trataba de una diosa, la muchacha podía acabar siendo el premio de un concurso de belleza, como Helena, destinada a enamorarse de Paris, abandonar a su marido y provocar la guerra de Troya. O podía convertirse en el blanco de unos celos enfermizos, como Psique, que sacaba de quicio a Venus porque era demasiado atractiva. Problemas como este no despiertan muchas simpatías –es como ser ‘demasiado rica’–, pero resulta instructivo saber que hay quien los sufre. La envidia tiene consecuencias en el mundo real, entre ellas el resentimiento y la malicia.

De modo, pues, que una de las cuestiones cruciales para las niñas de la década de 1950 –que fue cuando empecé a reflexionar sobre estos temas– consistía en saber dónde comenzaba el exceso de belleza. E igual de importante: ¿qué tipo de belleza era la mejor? Porque había más de una variedad. Las mujeres bellas de las revistas masculinas, como Playboy, eran distintas de las mujeres bellas de las revistas femeninas, como Vogue; y eso no ha cambiado, a pesar de que los detalles superficiales, como los peinados, muden de año en año.

'La Bella y la Bestia,' clásico de Disney.

Foto:

Disney

¿En qué difieren unas de otras? Las revistas masculinas muestran a las mujeres tal y como a los hombres les gustarían que fuesen: con pechos y caderas grandes (signo de fertilidad) y sonrisas atrayentes (signo de aquiescencia). En cuanto al maquillaje, su exceso connota mensajes como: “acércate más” o “cara en venta”. No son personas a las que uno quiera como pareja: están demasiado al alcance de cualquiera, ya sea por dinero o como parte de un intercambio sexual voluntario. Si en algo se asemejan a las modelos de Vogue, es en que son constructos. “Hace falta mucho dinero para verse tan ordinaria”, dijo una vez en broma Dolly Parton, y tenía razón: ese aire de vulgaridad que destilan las fotos de unas está tan escrupulosamente elaborado como la sofisticación de las otras.

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En las revistas de moda femenina, por el contrario, vemos a las mujeres tal y como ellas mismas desean mostrarse cuando tienen que competir con sus rivales o disuadir a un pretendiente indeseado: figuras esbeltas ataviadas con ropa elegante y rematadas con semblantes inexpresivos, mohínes insatisfechos, rostros artísticamente maquillados, ceños fruncidos de aburrimiento e incluso miradas amenazantes.
¿Podría ser que la frialdad de esas imágenes fuera una herramienta de autodefensa? El objetivo de Cenicienta es ser deseada, pero, al mismo tiempo, debe evitar ponerse en desventaja dejando traslucir su deseo. Querer lo que no se tiene implica vulnerabilidad, sobre todo cuando se trata de algo que amamos: el deseo nos vuelve demasiado fáciles de seducir, y las chicas fáciles de seducir tienden a hacer el ridículo porque permiten que los demás se rían de ellas, e incluso cosas peores.

Por tanto, nada de sonrisas obsequiosas. Las mujeres con un rostro inexpresivo alzan a su alrededor un muro inexpugnable: se mira, pero no se toca. No te necesitan, no les importas; se bastan a sí mismas, como todas aquellas bellas damas sin piedad de la poesía amorosa cortesana. La ropa extravagante y el maquillaje caro refuerzan el mensaje: “No puedes comprarme más que al precio que yo ponga, que será muy alto porque ya tengo lo que quiero”.

Las revistas masculinas muestran a las mujeres tal y como a los hombres les gustarían que fuesen: con pechos y caderas grandes (signo de fertilidad) y sonrisas atrayentes (signo de aquiescencia)

Este es el mensaje destinado a las posibles parejas sentimentales. El destinado al resto de las mujeres con las que compiten es: “Yo soy aquello a lo que aspiras. Envídiame. Ah, y si te dejo entrar en mi selecto círculo, será un privilegio por el que deberás sentirte agradecida”.
Los antiguos egipcios se pintaban la cara para protegerse de las fuerzas malignas, y los objetos necesarios para obrar ese conjuro –los materiales de la belleza– eran potentes en sí mismos. Para los griegos la belleza extraordinaria era, como mínimo, semidivina. ‘Encanto’, ‘fascinación’, ‘embeleso’, ‘glamur’: todas esas palabras tienen su origen en lo sobrenatural. Superficial o no, abominable o encomiable, desdeñosa o seductora, real o ilusoria, la belleza preserva sus poderes mágicos, al menos en nuestra imaginación.
Y de ahí que sigamos comprando esos innumerables tubitos de brillo de labios: porque todavía creemos en las hadas.

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