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Blanca Uribe, la colombiana que ha tocado 4 veces las 32 sonatas para piano de Bethoven
Blanca Uribe en BOCAS

Esta es la historia de una mujer que ha marcado una senda en la historia de la música colombiana.

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Juan Fernando Ospina

Blanca Uribe, la colombiana que ha tocado 4 veces las 32 sonatas para piano de Bethoven

Esta es la historia de una mujer que ha marcado una senda en la historia de la música colombiana.

La leyenda del piano colombiano contó su historia en BOCAS

La maestra Blanca Uribe nació en Bogotá, el 22 de abril de 1940, y fue la tercera de seis hermanos, todos con formación musical, igual que su bisabuela Luisa, sus abuelos María y Luis; y su padre, Gabriel Uribe García, extraordinario intérprete de flauta, clarinete y saxofón. Si bien la música era algo natural en su casa, nunca se sintió obligada a seguir ese camino. Ella lo buscó solita, desde los cuatro años, cuando se paraba junto al piano atraída por el sonido del instrumento. “A mí la música me escogió y yo también la elegí a ella”, dice al recordar, a sus 83 años, aquella infancia de tertulias y reuniones familiares.

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La cofundadora de Tinder y la CEO y fundadora de Bumble, Whitney Wolfe, es la portada de la Revista BOCAS

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Revista BOCAS

‘La Mona’, como cariñosamente la llamaban, tomó las primeras lecciones con su abuela María y así empezó a tejerse la carrera de la que hoy es considerada una de las pianistas más laureadas que ha tenido el país. A los siete años ingresó al Conservatorio Nacional de Música, en Bogotá, bajo la tutela de la profesora Elvira Pardo de Escobar; y luego se mudó con su familia a Medellín, donde continuó sus estudios, primero en Bellas Artes, y dos años más tarde con la destacada maestra Luisa Manighetti. De los 20 o 30 minutos que dedicaba diariamente a tocar pasó a sentarse tres o cuatro horas al piano, forjando desde muy pequeña una disciplina que pronto le daría frutos. “La queridísima niña Blanca Uribe Espitia es un verdadero prodigio musical y es un placer y un honor darle clases, deseándole todos los éxitos, bien merecidos”, declaró la maestra Manighetti al cumplir su ciclo junto a su pupila.

“Desde que era niña, la maestra Blanquita Uribe fue mi ejemplo a seguir como pianista, no porque quisiera competir con ella, sino porque me motivaba a ser mejor, a estudiar profundamente la música. Ella fue y sigue siendo un referente para quienes nos metimos en esta maravillosa aventura”, dice la maestra Teresita Gómez sobre su gran amiga y colega pianista.

A los 11 años de edad, Blanca Uribe viajó a Bogotá para debutar como solista en el Teatro Colón con la Orquesta Sinfónica Nacional, junto al pianista antioqueño Darío Gómez Arriola. Su interpretación del Concierto en Re mayor para piano y orquesta, de Haydn, le abrió las puertas en varias ciudades del país. Dos años después, luego de una aplaudida actuación en el Teatro Bolívar de Medellín, fue invitada por el empresario antioqueño Diego Echavarría Misas y su esposa, Benedikta Zur Nieden, a tocar en su residencia, donde le ofrecieron apoyo económico para viajar a Estados Unidos y continuar allí sus estudios. El destino elegido fue Kansas, donde vivía su tío Miguel Uribe, chelista de la orquesta filarmónica en esa ciudad. Su nuevo maestro, el polaco Wiktor Labunski, era cuñado de Arthur Rubinstein, y Blanca Uribe, con apenas 13 años, se dio el lujo de conocer y escuchar a quien era considerado entonces uno de los grandes pianistas del siglo XX. “Su sonido y la musicalidad de su ser expresada a través del instrumento fueron una gran inspiración para mí”, afirma.

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Hace 62 años, Blanca Uribe alcanzó logros asombrosos para un país sin mayor tradición en la música clásica

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Juan Fernando Ospina

Cumplido el ciclo de formación en los Estados Unidos siguió sus estudios en la Academia de Música y Arte Dramático de Viena junto al profesor Richard Hauser, quien la llevó a su máximo esfuerzo y de allí, a la consagración en la meca del clasicismo. Blanca Uribe tenía 17 años y pasó tres sin hablar con sus padres, pues la estrechez del presupuesto apenas daba para enviar cartas o telegramas. Durante su primer año en Viena tuvo que mudarse cinco veces porque los vecinos se quejaban de tanto oírla practicar. “Una vez me mandaron la policía porque estaba ensayando en la tarde, a la hora de la siesta”, recuerda entre risas.  

Hauser era un profesor estricto y detectó las falencias de su pupila en la interpretación del repertorio clásico. “Cuando me puso a tocar Beethoven se dio cuenta de que me faltaba mucho trabajo en la articulación, el fraseo y el uso del pedal. Los ejercicios para mejorar la técnica eran extenuantes”, dice la maestra. La sonata Opus 10 nro. 3 de Beethoven parecía un reto inalcanzable. Hauser, que además era impaciente, llegó a lamentar haberla recibido en su clase y el comienzo para ella fue más duro de lo esperado. La luz asomó cuando le pidió tocar algo distinto y ella interpretó el Concierto en Fa menor de Chopin, que había estudiado con su profesor polaco. “No está mal”, dijo él en tono críptico, pero eso bastó para devolverle la confianza que necesitaba y, a partir de ahí, sus progresos fueron rápidos. “Me apliqué como nunca a estudiar e interpretar las indicaciones de los compositores en las partituras para comunicar la esencia de las obras”, recuerda la maestra. Dos años después, en 1959, ganó el Premio Elena Rombro-Stepanov; y en 1961 obtuvo el segundo premio en el Concurso Internacional de Piano Beethoven, el más antiguo de Austria y uno de los más prestigiosos del mundo. Justo el compositor que tanto esfuerzo le había costado recompensaba ahora su tenacidad en los ensayos. Con ese triunfo se ganó el respeto de Hauser, quien la preparó para su concierto de grado; y en 1963, recibió su diploma summa cum laude como concertista. Entre otras obras interpretó, ni más ni menos, que las 33 Variaciones de Anton Diabelli, de Beethoven. Poco después, sería semifinalista del Concurso Chopin, en Varsovia, que en 1965 ganó Martha Argerich, considerada hoy una de las mejores pianistas de todos los tiempos. 

Gracias a sus triunfos en los escenarios europeos, la maestra Uribe obtuvo una beca para ingresar a Juilliard School, en Nueva York, donde siguió formándose con la maestra rusa Rosina Lhévinne y con su asistente, Martin Canin. Fue tan alto su desempeño que estuvo becada durante los siete años que permaneció en la institución. De allí pasó, en 1969, al Vassar College, una de las mejores universidades de artes liberales de Estados Unidos, donde trabajó 36 años como profesora, labor que alternó con viajes a Colombia y actuaciones en las más prestigiosas salas alrededor del mundo. 

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Manuela Osorno, destacada pianista colombiana y exalumna de la maestra Uribe en la Eafit, de Medellín, donde fue profesora emérita, elogia su amor por la enseñanza del piano a las nuevas generaciones: “Ser estudiante de Blanca Uribe ha sido uno de los mayores honores de mi vida. Además de ser el ejemplo musical más grande de Colombia por su férrea disciplina y amor al arte, es un faro para todas las generaciones de músicos y personas que se han topado con ella. Su humanidad y humildad son virtudes que no solo encarna sino que transmite de una forma profunda en sus clases y en su trato”.

En su impresionante palmarés se cuentan, entre muchos otros, recitales como solista de las orquestas sinfónicas de Berlín, Praga y Viena; de la Nueva Filarmónica de Londres, la Orquesta de Castilla y León, la Orquesta de Filadelfia y las principales orquestas colombianas, esto sin mencionar incontables colaboraciones junto a cantantes, cuartetos y ensambles. Lo mismo ocurre con los premios y concursos internacionales, pues además de los ya mencionados en Viena y Varsovia, obtuvo el tercer premio en el concurso Van Cliburn, en Texas; el premio Naftzger, en Kansas; fue finalista y medalla de plata en el concurso de Ginebra, Suiza, y primer premio en el Elena Rombrow-Stepanov, también en Viena. Sus interpretaciones de la Suite Iberia, de Albéniz, marcan otro de sus grandes hitos pianísticos, igual que su repertorio de Mozart, Chopin y Haydn.

“El de Blanca Uribe es el caso más impresionante de dedicación al arte más allá del ámbito profesional, porque es el ejemplo de la entrega total sin considerar la vacuidad del reconocimiento. Es además una entrega desde la libertad, porque ella no recibió presión alguna de su entorno familiar. Lo suyo fue elección pura, libre y trascendente, porque proviene del conocimiento admirable de saber qué se puede hacer, midiendo las fuerzas y entendiendo el alcance de cada reto titánico que ha emprendido. Las Sonatas de Beethoven, por ejemplo, pueden ser fácilmente las más importantes de la historia, ninguna es rutinaria, unas lograron popularidad y otras no. Pero todas son altamente exigentes. Que ella las haya tocado varias veces es una hazaña. Me quito el sombrero ante el respeto que ella tiene por la música. Blanca Uribe es como Beethoven: es el triunfo de la voluntad sobre sí misma”, dice Emilio Sanmiguel, melómano y comentarista musical.

Entre 1977 y 1997, la maestra Uribe logró una de sus grandes gestas al presentar en Bogotá (dos veces), Medellín y Nueva York el ciclo completo de las Sonatas para piano de Beethoven, algo sin precedentes en la música colombiana; lo mismo que su memorable interpretación de los cinco Conciertos para piano y orquesta de Beethoven, junto a la Orquesta Filarmónica de Bogotá y la Orquesta Sinfónica de Colombia.

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Obtuvo el segundo lugar en el concurso Beethoven en Austria o las semifinales del concurso Chopin en Polonia.

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Juan Fernando Ospina

La maestra tiene, a sus 83 años, un gran sentido del humor y una sonrisa contagiosa. En los últimos meses ha sido homenajeada por la Universidad Simón Bolívar y la Universidad del Atlántico, ambas en Barranquilla; y por la Fundación Salvi, en el marco del Ibagué Festival, donde el público la ovacionó de pie durante varios minutos. Con el apoyo de Iberacademy lanzó hace poco un libro biográfico titulado Una vida al piano, que recoge los grandes hitos de su carrera. Esta última institución gestiona en Medellín la construcción del Parque de las Artes de Antioquia, que de hacerse realidad llevaría el nombre de Blanca Uribe.

¿Cuál es la primera imagen que recuerda de su niñez musical?

Las tertulias y reuniones familiares en mi casa, en las que me maravillaba con el virtuosismo de mi papá, que era un músico extraordinario. Tanto, que mis hermanos y yo quisimos seguir su ejemplo.

Tan extraordinario era don Gabriel que tocaba clarinete y saxofón con la orquesta del maestro Lucho Bermúdez…

Así es. Al él lo conocí en 1948 cuando nos fuimos a vivir a Medellín. Era un miembro más de la familia. Con decirte que Matilde Díaz fue mi madrina de confirmación.

Se radicó en Medellín por el trabajo de su papá con Lucho Bermúdez, pero también huyendo del Bogotazo…

Aquello fue terrible porque vivíamos en el centro de Bogotá, frente a la iglesia de Santa Bárbara, y cuando empezaron los disturbios quedamos en el ojo del huracán. De pronto había un francotirador en la iglesia y al rato se metió un carrotanque. Los casquetes de las balas caían al patio de mi casa.

Luego vino su debut y la posibilidad de irse de Colombia, muy joven, a los 13 años…

Una oportunidad única que agradezco a mi familia y a la generosidad de don Diego Echavarría, quien costeó mis estudios en el exterior. A él y a su familia les debo muchísimo. Mi primer destino fue Kansas, donde vivía mi tío Miguel.

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Su interpretación de la suite Iberia es una pieza de colección

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Juan Fernando Ospina

En ese primer viaje a Estados Unidos, a los 13 años, tuvo un incidente en el aeropuerto de Miami. ¿Qué le pasó?

En esa época, el consulado de Estados Unidos exigía un examen para saber si la gente que viajaba desde países tropicales tenía o no amibas. El resultado del examen había que presentarlo al llegar, en el aeropuerto. La doctora que me examinó en Colombia firmó el examen diciendo que yo no tenía ninguna enfermedad contagiosa, pero se equivocó al especificar el tema de las amibas, así que al llegar a Miami me retuvieron y me dijeron que debía someterme a unos nuevos exámenes. Si el resultado era positivo, me regresaban de inmediato, pero si era negativo debía quedarme en cuarentena en el pabellón de enfermedades contagiosas de un hospital hasta que me dieran de alta. Otra persona a mi edad quizás hubiera tomado el vuelo de regreso, pero yo tenía muy claro lo que estaba en juego y no dudé un segundo en quedarme. Como no hablaba ni una gota de inglés y en ese entonces nadie hablaba español en Miami, recibí ayuda de un señor que intercedió por mí ante los oficiales de Inmigración. Finalmente pude pasar la cuarentena y llegar a Kansas, donde me esperaba mi tío Miguel. Yo apenas tenía 13 añitos y en esa época, en los años cincuenta, tener 13 años era ser niño de verdad. ¡Hoy los niños de 13 años van a mil!

Un año después, ya se estaba ganando un concurso para tocar con la Filarmónica de Kansas…

¡Menos mal! (risas). Todo pasó muy rápido y yo realmente estaba muy feliz por tener la oportunidad de estudiar allá. No de otra manera hubiera podido conocer y escuchar a Arthur Rubinstein, imagínese, semejante genio. Mi profesor era su cuñado y me lo presentó. Quedé enamorada de su forma de tocar. Esa sensación que tuve de niña cuando lo escuché no se me ha olvidado nunca. Él sigue siendo uno de mis héroes. Me transmitió un gran amor por la música y por la vida.

En 1965 fue semifinalista del concurso Chopin, en Varsovia, que ganó Martha Argerich, una de las grandes pianistas de todos los tiempos. ¿Qué recuerda de ella?

Los padres de Martha vivían en Viena y nos veíamos allá cuando ella iba a visitarlos. Ellos, y una familia de mexicanos, organizaban unos almuerzos deliciosos cada dos o tres semanas para estudiantes latinoamericanos. Era lo mejor que podíamos comer porque en ese entonces ahorrábamos cada centavo. Martha no siempre estaba presente pero ahí nos conocimos y la escuché tocar. Es una artista extraordinaria.

Durante más de 50 años, Blanca Uribe vivió fuera del país, especialmente en Estados Unidos.

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Joaquín Guillermo Ossa Riaño / EL TIEMPO

Entiendo que quiera resaltar el genio de Martha Argerich, pero a ese concurso se presentaron más de 80 concursantes de todo el mundo, ¡y usted llegó a semifinales! Eso lleva un mérito enorme…

Uno no competía con Martha porque sabía que ella iba a ganar. Pero en ese concurso nos alojamos en el mismo hotel y nos hicimos un poco más amigas. Es un encanto de mujer. Es de otro planeta. Me impresionaba su sencillez. Los concursos eran maratónicos y había que pasar varias rondas de preselección. El de Varsovia tenía cuatro rondas y duró casi un mes. Cuando llegaron las semifinales debíamos tocar las Sonatas, que son durísimas, y los periódicos titularon: “Los héroes están cansados”. Aunque todos éramos muy jóvenes, no había esa tensión de estar compitiendo unos con otros, sino una camaradería muy bonita.

¿Cómo hace para memorizar tantas horas de música?

Existe una memoria muscular. Los músculos recuerdan. Si uno está tocando un pasaje que había estudiado con el dedo tres y cambia de dedo, la mano dice: “un momentico que eso no es por ahí”, siempre y cuando usted estudie con las notas y la digitación correcta. También está la memoria auditiva, que es traicionera porque uno cree que se sabe la pieza y resulta que no. Y luego viene otra forma de memoria, quizás la más importante, en la que interactúan estas dos memorias, la física y la auditiva, para hacernos conscientes de la frase que se está tocando, en qué tonalidad, hacia dónde lleva, qué expresión tiene, en fin, una suma de cosas que el cerebro procesa adecuadamente cuando uno le da bien la información. La mente guarda todo, ahí cabe la música. Es impresionante. 

Usted ha sido profesora durante décadas. ¿Cuál es el secreto para exigirle a un estudiante sin desmotivarlo?

Lo primero, es que no soy furiosa. Exijo, pero me interesa más que mis alumnos se exijan a partir de los comentarios que les voy haciendo sobre cómo estudiar. Que asuman esa responsabilidad para desarrollar su potencial al máximo. Las cuestiones laborales o económicas suelen desanimarlos, pero he aprendido a trabajar con ellos de una manera muy amigable. Eso significa estar dispuesto a escuchar y no solo a hablar. A veces soy como una mamá putativa, pero, insisto, nunca he sido gritona ni furiosa porque yo nunca pude trabajar así. Para mí, eso no funciona porque la confianza y el respeto son fundamentales.

¿Cuál ha sido el momento más difícil de su vida?

La muerte de mis padres. Primero fue mi madre, justo cuando me llamaron para la audición en Juilliard. Ella estaba en las últimas y yo tenía que volar a Nueva York para poder optar por esa beca. Tener que dejarla en Colombia, subirme a un avión y presentar una audición con el alma en vilo fue horroroso. Cuando murió mi papá, un jueves, yo debía tocar dos conciertos, uno el viernes y otro el sábado. Yo decidí que me iba para Medellín para estar en el entierro de mi papá, y dos amigos del alma me reemplazaron uno en cada concierto para no cancelarlos. Pero en el aeropuerto de Nueva York me robaron la cartera con todos mis documentos y no pude viajar. Entonces me quedé y toqué el concierto del sábado. Fue otra prueba tremenda; lo mismo que tocar en el entierro de don Diego Echavarría, que fue una persona muy importante en mi vida.

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Hay otra anécdota triste y sublime a la vez, en Popayán, cuando ocurrió el terremoto de 1983, justo el día en que debía tocar en el Festival de Música Religiosa…

Era Jueves Santo y yo debía presentarme a las cinco de la tarde. El terremoto fue pasadas las ocho de la mañana, me agarró estudiando en el cuarto del hotel. Recuerdo que el maestro Rafael Puyana salió a ayudar a la gente que estaba atrapada bajo los escombros, porque la torre de la iglesia cayó sobre varias habitaciones. Al día siguiente se iba a tocar el Réquiem de Gabriel Fauré pero, dadas las circunstancias, se juntaron en el patio del monasterio el maestro Harold Martina, que tocó la parte de la orquesta en un piano viejito de Stella Dupont, la directora del festival; el coro y un tenor alemán de la Ópera de Colonia que se arrodilló a cantar, todo esto en medio de unas réplicas fortísimas. Yo, entre tanto, le iba pasando las hojas de las partituras al maestro Harold. El director se había subido a una mesa. Aquello fue como una plegaria en medio de tanto dolor. Uno de esos momentos que no se olvidan.

Su amigo Hjalmar de Greiff le insistió para que tocara las 32 Sonatas de Beethoven, ¿en qué pensaban cuando se les ocurrió esa idea y cómo logró semejante hazaña

Hjalmar es un amigo del alma, y como a finales del año 76 estábamos hablando de cuántas Sonatas había tocado ya, que para ese entonces eran más de 20. Es ahí cuando él me pregunta: “¿Y por qué no celebramos los 150 años de la muerte de Beethoven con las 32 Sonatas?”. “¡Estás loco!”, le dije. “No me parece”, respondió. Lo traté de loco porque sabía que dentro de las Sonatas que me faltaban estaba la 29, la temida Hammerklavier, una de las más difíciles. Sin embargo, yo ya tenía toda la información que el profesor Hauser me había dado en Viena y me metí en esa aventura con menos de un año para aprenderme todas las Sonatas. Yo estudiaba entre diez y doce horas diarias, y sí, aquello fue una auténtica locura.

Su paso por Viena fue decisivo para alcanzar ese nivel pianístico…

Al comienzo, mi interpretación de Beethoven con el profesor Hauser no funcionó y él decidió que cambiáramos de repertorio. Cuando volvimos a las Sonatas y después pasamos a los Conciertos, yo ya había interiorizado cómo debía tocar estas obras, al punto de que me gané el segundo premio en el concurso Beethoven. Ya te imaginarás la dicha de mi profesor. Todo este proceso, lejos de hacerme sentir terror hacia los clásicos, me despertó más amor por ellos, sobre todo por Beethoven, Haydn y Mozart.

Brilló en la meca del clasicismo, pero también con su interpretación de la suite Iberia, de Albéniz, que marca otro hito en su carrera...

Como los colombianos crecemos con sevillanas y pasodobles en el oído, creemos que la música española es música de salón. Y nada más alejado de eso que la obra de Albéniz. Iberia es un monumento, es una obra maravillosa por donde se le mire. Tanto, que cambió el sentido de mi carrera, hasta entonces muy centrada en los clásicos. En ese mismo camino me encontré con Granados. ¡Por favor, qué composiciones son las Goyescas!

¿Cómo ocurre su encuentro con el repertorio de compositores colombianos?

Empecé a estudiarlo a fondo cuando regresé al país, porque pasé afuera la mayor parte de mi carrera, metida en el mundo de la música clásica y la música española. Pero claro, yo guardaba recuerdos de mi padre y de mi hermano Jaime con su Grupo Seresta, de música andina, que es un espectáculo; lo mismo que la memoria nítida de Oriol Rangel tocando el piano, porque ese sí que era un pianista y un musicazo de un nivel descomunal. Ante eso, yo sueno requeteaburrida (risas).

Rangel le dedicó Minueto y Preludio…

Un honor que todavía me emociona. Eso fue cuando yo tenía 15 años.

¿Qué grabaciones suyas recomienda a quien quiera comenzar a escucharla?

Ninguna porque no me soporto cuando me escucho. Tengo cajas de discos míos guardadas que jamás he abierto, con repertorios clásicos y de música colombiana. Quizás sea la idea de que uno siempre va a querer mejorar esto o aquello. Sé que mi grabación de Iberia se vende mucho en España, pero en asuntos de álbumes, le estás preguntando a la persona equivocada.


¿Cómo va la iniciativa de Iberacademy de construir el Parque de las Artes de Antioquia, que llevaría su nombre?

De concretarse sería un gran honor para mí. Pensando en ese proyecto decidí donar mi piano más amado, el Steinway que me regaló don Diego Echavarría y que compré en Hamburgo, en 1968. Quiero que ese instrumento les sirva a los estudiantes en lugar de tenerlo como adorno en una sala o que se convierta en un problema cuando yo muera. Donarlo es devolver la misma generosidad con que me lo dieron.

Esta entrevista fue realizada por Juan Martín Fierro
Fotos de Juan Fernando Ospina
Edición #133 2023

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