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Pedro Manrique Figueroa: la historia del hombre más misterioso del arte colombiano
Pedro Manrique Figueroa en BOCAS

El mundo del arte lo recuerda, pero casi nadie puede dar pinceladas del personaje.

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Pablo Salgado

Pedro Manrique Figueroa: la historia del hombre más misterioso del arte colombiano

El mundo del arte lo recuerda, pero casi nadie puede dar pinceladas del personaje.

Es conocido como 'el precursor del collage en Colombia'. Entrevista de BOCAS

Es conocido como “el precursor del collage en Colombia”. El mundo del arte lo recuerda, pero casi nadie puede dar pinceladas del personaje. En el 2007, el director de cine Luis Ospina realizó el documental Un tigre de papel, en el cual varias personas que lo conocieron plasmaron allí sus curiosos recuerdos sobre él. Miembro del Partido Comunista Colombiano, vendedor de imágenes religiosas en San Victorino y hippie hecho en un monasterio benedictino en Usme, su vida ha sido un misterio, hasta el punto que se le daba por desaparecido y muerto a partir de 1981. Es, probablemente, el artista colombiano más enigmático de la historia.

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Pedro Manrique Figueroa, conocido como “el precursor del collage en Colombia”, es tal vez el artista colombiano más enigmático de la historia. Bastantes personalidades del arte y la política lo recuerdan, pero todos ellos apenas son capaces de dar breves pinceladas del personaje. La mayor parte de su vida ha sido un enigma, hasta el punto que se le daba por desaparecido y muerto a partir de 1981.

Su nombre reapareció gracias a la exposición de homenaje a Pedro Manrique Figueroa, precursor del collage en Colombia, que se presentó en 1996 en la Galería Santa Fe del Planetario Distrital, curada por Jorge Jaramillo, Francois Bucher, Bernardo Ortiz y Lucas Ospina.

Años después, en el 2007, el director de cine Luis Ospina realizó el documental Un tigre de papel, en el cual varias personas que lo conocieron plasmaron allí sus recuerdos del personaje y fue posible recrear con algo más de precisión el perfil de la vida del artista, ya que de su obra sí existen muy buenas aproximaciones críticas.

Manrique volvió a aparecer en septiembre del 2019 en un artículo titulado El profeta del mal ejemplo, escrito por Simón Uprimny Añez y publicado en la revista El Malpensante, en el cual se reveló que el precursor del collage en Colombia aún sigue vivo. Y hace pocos meses se publicó el libro El eterno retorno, de la editorial Tijera Piedra Papel, que realiza una colección de obras de artistas que han utilizado las láminas religiosas de Gráficas Molinari, imprenta caleña ya desaparecida.

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Además de autor de collages, Manrique Figueroa fue un activista político y miembro del Partido Comunista Colombiano. Ingresó de manera clandestina a Estados Unidos, etapa de la que no quiso hablar en esta entrevista porque la considera su más rotundo fracaso. Esta entrevista inesperada tuvo lugar porque Manrique Figueroa había leído en un ejemplar de BOCAS de segunda mano que vendían en el andén de la carrera Séptima y encontró la entrevista que yo le hice a Luis Ospina en el 2015.

A pesar de que no existe claridad acerca de su fecha de nacimiento, ya es un personaje que bordea (si no sobrepasó ya) los 90 años de edad. Y a juzgar por lo muy poco que se conoce de su presente (plasmado en el texto testimonio de Uprimny Añez), Pedro Manrique Figueroa sigue dedicado al collage y vive de incógnito en algún lugar de Bogotá.

No tengo ni idea cómo consiguió mi número telefónico, pero me contactó por WhatsApp y me dijo que le gustaría que yo lo entrevistara de manera virtual y sin prender él la cámara. Sin saber si se trataba de una broma o no, le dije que me parecía muy bien y le propuse el tema al director. Ellos aceptaron y este es el resultado, al que le doy todo el beneficio de la duda.

¿Cómo fue su ingreso al tranvía de Bogotá?

Cuando llegué a la ciudad me deslumbró la belleza de los tranvías, sobre todo los de techo plateado que llamaban Lorencitas. Como yo me había hecho muy amigo del ‘Bobo del Tranvía’, logré convencerlo de que me consiguiera un puesto en el tranvía municipal. Así comencé a pegar y despegar avisos comerciales de los vagones y también a recolectar tiquetes.

Supone Arturo Alape en Un tigre de papel que usted se dedicó al collage al ver las imágenes que aparecían cuando usted rasgaba los carteles que debía retirar para pegar uno nuevo.

No. Eso no es así. Lo que sí hacía muy de vez en cuando era yuxtaponer unos afiches con otros para obtener figuras divertidas al unirlos. Pero eso no le hacía gracia a mi supervisor, quien amenazó con despedirme si lo seguía haciendo. Además, no lo hacía con conciencia artística ni mucho menos política. No era más que un juego de niños. Lo que sí quedó reflejado en mi arte de aquella práctica en el tranvía fue mi afición por las imágenes de las modelos femeninas de los carteles de algunos de aquellos avisos, que están presentes en muchos de mis collages.

¿Por qué comenzó a vender imágenes religiosas en San Victorino?

Un par de años después del 9 de abril se acabaron los tranvías de Bogotá, así que me quedé sin trabajo. De casualidad contacté a un proveedor de esas imágenes y comencé a venderlas en la calle, luego en un puesto en la plaza de San Victorino. Si tuviera hoy, en el 2023, la edad que tenía entonces, sería un vendedor de bolsas plásticas a la salida de los D1 o a la entrada de las estaciones de TransMilenio. O sería un rapitendero. Embelecos como el de la Economía Naranja o el mercado de pulgas ese de ArtBo, a eso le apuntan, a que los artistas seamos el rapitendero de unos intermediarios de la cultura y del poder; para allá vamos…

Dicen quienes han intentado rastrear su obra que usted camuflaba unos collages entre las imágenes que vendía.

Sí. Como vender estampas era aburridor, empecé a hacer esos pegotes. Yo pienso que eran muy ingenuos, nada que ver con obras mías posteriores. Pero usted sabe cómo son los fanáticos religiosos. Algunos de ellos se enfurecieron, dieron con mi caseta de San Victorino y la quemaron en 1953.

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Cuando Lucas Ospina, Bernardo Ortiz, Francois Bucher y Carolina Sanín lo redescubrieron, ellos decían que usted había nacido en 1929 y no en 1934, como se registra en el documental de Luis Ospina. ¿Quién dice la verdad?

Luis Ospina está en lo cierto. Lo que pasa es que en 1967, cuando García Márquez publicó Cien años de soledad, me pareció muy cool (como dicen ahora los jóvenes) ser contemporáneo del escritor y, de paso, dejar pistas falsas mías para desorientar a las fuerzas de seguridad del Estado, que en los 60 ya me consideraban un elemento muy peligroso para el establecimiento.

¿Cómo fue su vida a finales de los años 50? Dicen quienes han estudiado su vida y su obra que poco saben de aquellos años.

Tal como se menciona en Un tigre de papel, yo trabajé en litografías de manera ocasional y en el Club de Ajedrez Lasker. ¿Qué más hice? Logré colarme a la televisora y aparecí como figurante en algunos pocos dramatizados de Bernardo Romero Lozano. En una recreación de la Navidad hice de San José o de Gaspar, no recuerdo muy bien.

¿Cómo llegó a la televisora?

En El Cisne me hice amigo de Hernán Villa, uno de los primeros productores de la televisora. Era un personaje muy divertido. Además tocaba muy bien piano. Como la televisión era en vivo, cuando había una falla técnica o necesitaban llenar un hueco entre un programa y otro lo ponían a tocar piano. Recuerdo que era un especialista en ragtime. Él me presentó a Manuel Medina Mesa, a Fernando Gómez Agudelo, a Marta Traba, a Gloria Valencia de Castaño… incluso a Alicita del Carpio, que era mi ídolo.

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Pero en aquellos años casi nadie tenía televisor. ¿Cómo hizo usted para aficionarse por Alicita del Carpio?

Muy fácil, en la vitrina de la Radioagencia Murcia siempre había un televisor encendido. Ahí vi también el Mundial de México 70.

¿Qué más recuerda haber hecho en los años 50?

Participé en los talleres que dictó en 1955 el maestro japonés Seki Sano. Él estuvo en Colombia apenas tres meses porque lo expulsaron del país acusado de participar en actividades comunistas. En sus clases me enamoré definitivamente del teatro. Y del teatro épico-dialéctico. Entendí que el artista debe estar comprometido con una causa, con el pueblo. No fui actor ni director ni nada de eso, pero desde ese momento yo comencé a crear mi propio personaje. Comencé a crearme a mí mismo. Por eso puedo decir que, gracias a Seki Sano, mi obra soy yo.

Directores de cine y de teatro lo recuerdan a usted. ¿Cómo fue ese acercamiento suyo con estos artistas?

Iba al Café El Automático con una caja de embolador que me encontré botada en la mitad de la calle en el lugar donde lincharon a Juan Roa Sierra el 9 de abril, que guardé como un amuleto de la buena suerte. Se me ocurrió que como embolador yo podría acercarme a los poetas, pintores y políticos que frecuentaban el café, así que la desempolvé. Un par de veces lustré los zapatos del maestro León de Greiff.

Dice el poeta Jotamario Arbeláez que usted asistió a una conferencia de Gonzalo Arango en El Automático y que eso lo acercó a él y lo indujo a usted a escribir textos nadaístas.

Eso no es tan así. En efecto, me interesó y me sigue interesando mucho la transgresión de los nadaístas. Pero mis textos, si bien apuntan como en esa misma dirección, son mucho más crudos, más toscos.

Volviendo un poco al teatro, en Un tigre de papel Vicky Hernández lo recuerda a usted en los ensayos de la obra Marat-Sade sentado en la tercera fila repitiendo los textos de los actores.

Sí vi lo que ella dijo de mí. Me califica como de loquito. Lo que ella y los demás actores no entendían, y no tenían por qué entenderlo en ese momento, es que yo estaba realizando allí una performance, algo desconocido en Colombia en aquellos años pero que ya era común en otras latitudes. Esas creaciones mías de artes vivas, de las que sólo aquellos actores fueron testigos, iban muy en la línea de la apropiación del arte, de la que es un verdadero maestro el pintor Álvaro Barrios, sólo que él lo ha hecho desde la pintura y el grabado. Soy precursor de muchas cosas. Una pista, busque una güija y pregúntele al maestro Antonio Caro por quién lo sacó de un problema creativo cuando estaba frustrado en la agencia de publicidad donde trabajada y en una noche de bohemia le pintó el primer letrero de Colombia Coca-Cola en esa lata roja…

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¿En qué momento comenzó usted a interesarse en collages donde combinaba imágenes de Mao Tse-Tung y mujeres semidesnudas con imágenes religiosas?

Eso fue un poco fruto del azar. En un depósito del centro encontré abandonada una pila bastante grande de revistas China Construye. Las miré con cuidado y percibí en esas imágenes del llamado realismo socialista algo que me evocó las estampas religiosas de Gráficas Molinari. Eran como la cara y el sello de la misma moneda. Una cierta nostalgia que sentía por los avisos con imágenes femeninas que yo pegaba en el tranvía y algunas ilustraciones de mujeres sonrientes como azafatas de aerolíneas que encontré de viejos ejemplares de revistas como Life en español y Selecciones, así como en la revista Sueca, me llevaron a crear esa trinidad que aparece en muchos de mis pegotes de los años 60 y 70.

Háblenos de su viaje a la Escuela de Jóvenes Comunistas en Bogensee, Alemania Oriental.

La verdad, poco o nada digno de mención sucedió en esa escuela y en los viajes que realicé por diversos países comunistas.

Pero el testimonio de su amigo indio Krishna Candeth parece contradecirlo.

Ah, Krishna. Buena parte de lo que le contó a Luis Ospina es un poco exagerado. Es cierto que en Rumania yo sí quería conocer el castillo de Drácula. Pero aquello de que yo dije lo de “los vampiros elitistas chupándole la sangre a la burguesía” es bastante alejado de la realidad. Ahora que lo pienso, esa frase tiene mucho más el sello de Luis Ospina, director de la película Pura sangre, que el mío. Ese documental lo disfruté mucho por lo falso; todos esos burguesitos de la bohemia de caviar capitalina me pintaron de todas las maneras posibles para transferirme sus culpas. Todos cargamos la culpa de haber abandonado la causa, de no haber cogido para el monte.

A propósito, dice el texto de El Malpensante que usted felicitó por escrito a Luis Ospina por el documental Un tigre de papel, pero le pidió que no lo buscara y que no revelara su secreto. ¿Es eso cierto?

Sí, y también logré saludarlo sin que él supiera quién era yo en el Festival de Cine de Cali del 2011, cuando le pedí que autografiara la portada de mi copia en DVD de Pura sangre.

Volviendo a Transilvania, ¿cómo fue su romance con Irina, la guía del castillo de Drácula?

Fue algo efímero. Prefiero no hablar de eso, como tampoco de mi supuesta paternidad de Petra Popescu, la hija de Irina. Es algo muy íntimo.

Después de sus aventuras erótico-militantes por los países socialistas usted llegó al monasterio benedictino en Usme y allí conoció la cultura hippie. De esa época suya allí hablan Joe Broderick y Tania Moreno en Un tigre de papel.

Cierto. Estaba desencantado por la muerte de Camilo Torres y un poco cansado del trasegar por las filas del comunismo y de ver que la revolución no estaba tan a la vuelta de la esquina como pensábamos todos los camaradas. Entonces supe del monasterio aquel en Usme, de la hospitalidad de los benedictinos, y decidí tomarme un año sabático para concentrarme más en mis pegotes. Allá casualmente me encontré con Joe Broderick, que se había ido de retiro espiritual para terminar de escribir su libro Camilo Torres, el cura guerrillero.

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¿Cómo fue su contacto con los futuros integrantes del grupo Génesis?

Fue un acercamiento paulatino, pues me miraban como raro. Pero poco a poco comenzamos a congeniar. A veces yo iba de paseo con ellos, comencé a probar la marihuana, el yagé, asistía a sus ensayos de música. Tania Moreno, Sibius, Humberto Monroy, todos ellos querían fusionar las diversas músicas colombianas con el rock y estaban componiendo desde ya algunas canciones que se harían muy conocidas por la radio dos o tres años después. Además, yo tuve algo que ver con la canción más famosa de Génesis después de Cómo decirte, que es Don Simón.

¿En serio?

Resulta que Humito, como le decían a Humberto Monroy, estaba atascado en la escritura de una de las estrofas. Tenía ya “Don Simón / tallador”. Pero no sabía cómo seguir. Yo le propuse el verso “hombre pródigo y de color”, y él lo aceptó encantado. Obvio, ese pequeño aporte a la canción no daba para que yo figurara en los créditos, cosa que además yo habría impedido a toda costa que ocurriera porque me sentía mucho más seguro en el anonimato.

Hay quienes señalan que usted estuvo en el festival de rock de Ancón, que se celebró en 1971 junto a Medellín, en La Estrella, Antioquia, y que participó como músico. ¿Es eso verídico?

Vamos por partes. Yo llegué a Ancón como parte del público. Había conocido las mieles del hippismo en el convento de Usme y sentía cierto interés por la música, ya que era un posible vehículo para acelerar la revolución. Lo de que fui músico es un decir.

Explíquese.

Lo que pasa es que en Ancón tocaron muchas bandas que no existían. De pronto se juntaban el bajista de un grupo, el guitarrista de otro, el baterista de otra más y sin haber tocado nunca juntos se presentaban ante el público con cualquier nombre inventado en el momento para llenar los huecos entre las presentaciones de las bandas ya establecidas. Yo me había hecho amigo de un par de técnicos de sonido y andaba como Pedro por su casa por la tarima. En una de esas se iba a subir un grupo de esos inventados sobre la marcha, pero en ese momento al bajista le dio la pálida. El guitarrista, angustiado, comenzó a gritar: “Necesitamos un bajista”. Yo, sin pensarlo dos veces, les dije que era bajista. No les quedó más remedio que creerme y así me trepé a la tarima.

¿Cómo hizo para que no descubrieran que era un farsante?

Por suerte eran músicos de blues-rock pesado, así que lo único que hice durante 40 minutos fue pulsar al aire la cuerda más baja del instrumento, la del Mi. Y como todos los blues son en tonalidad de Mi, nadie se dio cuenta de que yo no tenía ni idea de tocar bajo. Bueno, a manera de paréntesis, debo anotar que, además de haber sido el precursor del collage en Colombia, en Ancón también fui el precursor de Sid Vicious.

No era bajista pero sí sabía que la nota más baja de un bajo es un Mi.

Así es. Meses atrás eso me lo habían enseñado en Usme Tania Moreno, ¿o Sibius? No recuerdo bien.

Krishna manifestó que en un viaje que hicieron a China usted decidió llamarse Choachí porque era mucho más fácil de pronunciar en chino que Pedro Manrique Figueroa. ¿Usted sabía que Cho a chi en chino significa algo así como “Deshacerse de la esencia de China” o fue casualidad?

Fue casualidad. Haberlo sabido habría escogido más bien Fómeque, Cáqueza o Chingaza. Aunque vaya uno a saber qué signifiquen esos nombres muiscas en mandarín o en cantonés.

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Carolina Sanín, en el documental de marras, dice que usted cocinaba en el restaurante Rosa, llamado así en homenaje a Rosa Luxemburgo, junto a la Nacional, y que introdujo al país el goulash a la húngara.

La verdad, me parece poco probable que ese plato no se conociera ya en Bogotá. Un amigo mío que luego fue enemigo y que estudió en el Colegio Helvetia me dice que allá lo servían al almuerzo desde que él era muy niño, por allá en 1962, 1963. Yo pienso que ese es uno de los tantos juegos de palabras de Luis Ospina, que eran geniales. Y en el documental lo puso en boca de Carolina Sanín. Precursor del collage, precursor del goulash. O de pronto se le ocurrió a ella. Igual, me pareció magnífico el apunte.

Otro amor, este sí nada platónico, fue el que usted tuvo con la artista británica Penelope Smith. Háblenos de esa relación.

Siguiente pregunta, amigo.

¿De sus largos años en la clandestinidad qué quisiera destacar?

No hay mucho para contar. Básicamente seguí escribiéndoles poesías y acrósticos en los parques a los enamorados, en una época me fui a la calle Séptima a elaborar declaraciones de renta, vendí por los lados de la Jiménez esos cuadernillos donde se publicaban las nuevas leyes y decretos que se acababan de aprobar, intenté sin éxito negociar con esmeraldas en la plazoleta de El Rosario y, por supuesto, seguí haciendo collages, experimentando con otras técnicas. Pero casi todos los vendí, los regalé o los boté. Uno de ellos, una parodia de una campaña del Banco de Occidente llamada “Creer en lo nuestro”, lo publicaron, sin saber que era mío, en una revista que se llamaba Chapinero.

¿Cómo lo hizo llegar?

Esa revista la vendían en la librería Ciencia y Derecho. Yo pasaba a menudo por ahí y la leía. Anoté el apartado aéreo que ellos usaban, mandé ese collage sin firma ni nada y ellos lo publicaron en 1986.

¿No está interesado en exhibir o dar a conocer obras suyas de estos últimos 40 años?

La verdad, no mucho. Me basta y me sobra con que esta llegue a manos de quien me compra mis pegotes en diversos puntos de Bogotá. Me ha ido muy bien en el anonimato. Me parece perfecto haber podido ver desde la barrera lo que se ha exhibido y publicado de mi obra y lo que se ha escrito sobre mí.

Dice el texto de la revista El Malpensante que usted conoció a Lucas Ospina a mediados de los 90 en el parque de la Independencia, donde usted vendía collages. Que usted le vendió los que sirvieron de base para la exposición que hizo resucitar su nombre.

Así fue. Pero yo había conocido a Lucas muchos años antes. En 1980.

¿Cómo así?

En la Semana Santa de aquel año, durante mi paso a la clandestinidad, acompañé a un amigo arquitecto a recorrer pueblos de Boyacá. Él quería investigar alguna teoría que ya no recuerdo. Le habían dado el dato de que el actor Sebastián Ospina, hermano de Luis, estaba en Ráquira. Sebastián, sin conocernos, nos recibió muy amable, pero nos dijo que no podía alojarnos. Mientras mi amigo hablaba con él, yo me puse a jugar en una arenera con sus hijos Lucas y su hermana Galilea, que entonces eran unos niños de seis, ocho años de edad. De pronto hasta menos. Sé que Lucas ahora se lucra con mi obra, dice que es mi curador, pero en realidad es un marchante, en el fondo eso es lo que hacen los que hacen curaduría. A Lucas le llevo anotadas las cuentas por cada venta que le detecto. Un día de estos me le aparezco y le paso factura. Yo soy el pasado que viene a devorar al presente. Mi narración triunfará.

¿Qué le responde a la gente que dice que usted es un personaje ficticio?

Que la historia la escriben los vencedores, que por lo general suelen ser personajes ficticios.

Esta entrevista fue realizada por Eduardo Arias
Foto Composición Pablo Salgado 
Edición #135 Diciembre - Enero 2023
Revista BOCAS

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